Jorgelectro
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Independencia
y Bicentenario
En 2010 se cumplieronn dos siglos de la separación de América Latina de la Corona española. De los virreinatos, capitanías generales, audiencias e intendencias en que se agrupaban las colonias, surgieron los actuales países del continente después de una larga guerra que significó decenas de miles de muertos y enormes daños materiales. Se ha elegido 1810 como el año clave, porque entonces se levantó el virreinato más importante para España, el de México, reclamando su independencia. Ese año surgieron además juntas de gobierno, primero en Caracas luego en Buenos Aires y el 18 de septiembre, en Santiago. Pero el movimiento de emancipación había empezado antes, cuando llegaron a América noticias de la captura del rey Fernando VII por las tropas de Napoleón que invadió España, lo que provocó una desesperada y sangrienta reacción popular que inició la guerra de liberación que duró más de cinco años. La causa inmediata del comienzo de la lucha por la emancipación en América Latina estuvo, entonces, muy lejos de sus costas. Pero sus repercusiones fueron inmensas.
Si bien la causa fue exógena, los historiadores reconocen que las condiciones eran favorables para intentar la independencia. El mundo occidental estaba en un acelerado proceso de cambios que acompañaban los inicios de la revolución industrial. Se habían producido ya grandes revoluciones burguesas, como la inglesa, la consolidación de Estados Unidos como república y la revolución francesa, que había devenido en el imperio de Napoleón. Nuevas ideas políticas acompañaban estos fenómenos, desaparecían las bases mismas del origen divino de la autoridad real: surgen la “soberanía popular”, el “contrato social” y la democracia republicana.
España entretanto marcaba el paso, con una monarquía absolutista, retraso material, oscurantismo religioso, una administración ineficiente que también afectaba a los dominios de ultramar. A pesar de que los Borbón habían significado avances para España y las colonias, en los 30 años anteriores a la independencia ese ímpetu se había debilitado. El descontento aumentaba a la par con los impuestos y también los roces entre criollos y españoles. La gran rebelión de Túpac Amaru, en la sierra peruana, y casi al mismo tiempo la de los Comuneros, en Colombia, mostraron, a fines del siglo XVIII, que había oculto un peligroso potencial de violencia.
Entretanto, el monopolio comercial de España resultaba sofocante, como demostraban los barcos ingleses, norteamericanos, franceses que negociaban contrabando en los puertos americanos. En la propia España, políticos lúcidos percibían síntomas alarmantes. Los ministros Floridablanca y Aranda, después, elaboraron planes para dar mayor autonomía a las colonias, incluso creando reinos ligados a la Corona en una especie de Confederación que permitiría aligerar las estructuras de gobierno y facilitar el desarrollo de las economías americanas. No fueron escuchados. Las guerras napoleónicas agravaron las cosas. España no podía enviar tropas a América sin descuidar su propio territorio. En 1806 y 1807 dos expediciones inglesas atacaron Buenos Aires. En Londres conspiraban abiertamente americanos desterrados de sus países y reclutaban discípulos para la causa libertadora. Fue el caso de Francisco de Miranda. Logias secretas operaban en Cádiz, Madrid y Sevilla. No eran pocos los liberales hispanos que simpatizaban con los latinoamericanos independentistas.
Si bien la causa fue exógena, los historiadores reconocen que las condiciones eran favorables para intentar la independencia. El mundo occidental estaba en un acelerado proceso de cambios que acompañaban los inicios de la revolución industrial. Se habían producido ya grandes revoluciones burguesas, como la inglesa, la consolidación de Estados Unidos como república y la revolución francesa, que había devenido en el imperio de Napoleón. Nuevas ideas políticas acompañaban estos fenómenos, desaparecían las bases mismas del origen divino de la autoridad real: surgen la “soberanía popular”, el “contrato social” y la democracia republicana.
España entretanto marcaba el paso, con una monarquía absolutista, retraso material, oscurantismo religioso, una administración ineficiente que también afectaba a los dominios de ultramar. A pesar de que los Borbón habían significado avances para España y las colonias, en los 30 años anteriores a la independencia ese ímpetu se había debilitado. El descontento aumentaba a la par con los impuestos y también los roces entre criollos y españoles. La gran rebelión de Túpac Amaru, en la sierra peruana, y casi al mismo tiempo la de los Comuneros, en Colombia, mostraron, a fines del siglo XVIII, que había oculto un peligroso potencial de violencia.
Entretanto, el monopolio comercial de España resultaba sofocante, como demostraban los barcos ingleses, norteamericanos, franceses que negociaban contrabando en los puertos americanos. En la propia España, políticos lúcidos percibían síntomas alarmantes. Los ministros Floridablanca y Aranda, después, elaboraron planes para dar mayor autonomía a las colonias, incluso creando reinos ligados a la Corona en una especie de Confederación que permitiría aligerar las estructuras de gobierno y facilitar el desarrollo de las economías americanas. No fueron escuchados. Las guerras napoleónicas agravaron las cosas. España no podía enviar tropas a América sin descuidar su propio territorio. En 1806 y 1807 dos expediciones inglesas atacaron Buenos Aires. En Londres conspiraban abiertamente americanos desterrados de sus países y reclutaban discípulos para la causa libertadora. Fue el caso de Francisco de Miranda. Logias secretas operaban en Cádiz, Madrid y Sevilla. No eran pocos los liberales hispanos que simpatizaban con los latinoamericanos independentistas.
En Chile
Las noticias de Europa se confundían con las informaciones de lo ocurrido en Buenos Aires el 25 de mayo, cuando se eligió una Junta de Gobierno para reemplazar al virrey. En Chile la situación parecía más sencilla, porque estaba en funciones como gobernador subrogante un militar, Francisco García Carrasco, que concitaba un rechazo general. Por su calidad de militar en servicio de mayor grado, le había correspondido ocupar el cargo vacante por la muerte del gobernado titular, Luis Muñoz de Guzmán. El comportamiento de García Carrasco había sido torpe, ineficiente y manchado por la corrupción.
Ante las noticias se imponían medidas urgentes. La Real Audiencia procedió a pedir la renuncia a García Carrasco, nombrando en su reemplazo a Mateo de Toro y Zambrano -un criollo de gran fortuna, ampliamente respetado y de edad muy avanzada-, que fue convencido de la necesidad de convocar a un cabildo abierto, al que junto con unos cuatrocientos santiaguinos y algunos notables de provincias se invitó solamente a catorce españoles. Hábilmente manipulado, Toro y Zambrano puso su cargo de gobernador a disposición de la asamblea, que procedió a elegir una Junta de Gobierno presidida por Toro y Zambrano. Se decretó la libertad de comercio, se dispuso enviar 400 soldados a Buenos Aires como ayuda ante el peligro de invasión española y se acordó la elección de un Congreso Nacional, que sustituiría a la Junta.
El Congreso funcionó tensionado entre partidarios de la independencia -entre los que se contaba O’Higgins-, moderados y unos pocos realistas. Fue disuelto por José Miguel Carrera, que ejerció el gobierno de manera autoritaria y con marcada voluntad de independencia de la Corona. Hubo importantes progresos hasta 1812, cuando empezó la guerra. Por orden del virrey Abascal, el brigadier Antonio Pareja, a la cabeza de tropas realistas organizadas principalmente en el sur del país, se lanzó a la tarea de someter a los chilenos insurgentes. Desde entonces se reconoce el 18 de septiembre como el día de la Independencia.
Ante las noticias se imponían medidas urgentes. La Real Audiencia procedió a pedir la renuncia a García Carrasco, nombrando en su reemplazo a Mateo de Toro y Zambrano -un criollo de gran fortuna, ampliamente respetado y de edad muy avanzada-, que fue convencido de la necesidad de convocar a un cabildo abierto, al que junto con unos cuatrocientos santiaguinos y algunos notables de provincias se invitó solamente a catorce españoles. Hábilmente manipulado, Toro y Zambrano puso su cargo de gobernador a disposición de la asamblea, que procedió a elegir una Junta de Gobierno presidida por Toro y Zambrano. Se decretó la libertad de comercio, se dispuso enviar 400 soldados a Buenos Aires como ayuda ante el peligro de invasión española y se acordó la elección de un Congreso Nacional, que sustituiría a la Junta.
El Congreso funcionó tensionado entre partidarios de la independencia -entre los que se contaba O’Higgins-, moderados y unos pocos realistas. Fue disuelto por José Miguel Carrera, que ejerció el gobierno de manera autoritaria y con marcada voluntad de independencia de la Corona. Hubo importantes progresos hasta 1812, cuando empezó la guerra. Por orden del virrey Abascal, el brigadier Antonio Pareja, a la cabeza de tropas realistas organizadas principalmente en el sur del país, se lanzó a la tarea de someter a los chilenos insurgentes. Desde entonces se reconoce el 18 de septiembre como el día de la Independencia.
Preguntas vigentes
¿Fue el 18 de septiembre de 1810 un hito de ruptura con el pasado y el inicio de un verdadero proyecto emancipador? La respuesta que parece más razonable sostiene que el 18 de septiembre de 1810 comenzó en Chile un proceso político que continuó con una guerra, que terminó con la victoria patriota sobre las fuerzas que defendían la causa española. Entonces se organizó el Estado nacional, la República, en un largo período lleno de contradicciones y dificultades que expresaban enfrentamientos y pugnas sociales.
La independencia política no fue acompañada por transformaciones sociales concordantes. A mediados del siglo XIX, la estructura de la propiedad agraria era básicamente la misma del siglo anterior, en plena Colonia. El país seguía manejado por las mismas familias, principales dueñas de la riqueza y controladoras del poder.
Sin embargo, se había desarrollado el sentimiento nacional, extendido la educación, la Iglesia había perdido poder y se había consolidado la institucionalidad republicana. Había un apreciable desarrollo de las fuerzas productivas y el país entraba en un período de desarrollo burgués, constreñido por limitaciones feudales y remanentes del modo de producción anterior.
La Independencia de Chile debe verse integrada al gran movimiento emancipador que se produjo en América Latina entre 1809 y 1824 y que significó su incorporación a los circuitos económicos y políticos controlados por los países capitalistas de Europa, especialmente Inglaterra y el ascendente Estados Unidos. La liberación del dominio español significó dejar atrás la dependencia de una metrópoli en decadencia, cuyo poder disminuía aceleradamente como lo demostró, en 1898, su derrota bélica ante Estados Unidos, que le significó la pérdida de lo que conservaba como imperio.
Manfred Kossok, importante latinoamericanista de orientación marxista, escribió: “La rebelión de los pueblos de América Latina de 1810 a 1824-26, fue un movimiento de emancipación nacional y anticolonial; ocupa un lugar destacado en la sucesión de revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX. Allanó el camino hacia la independencia política y la definitiva formación de las nacionalidades latinoamericanas. Sin embargo, debido a la debilidad de la burguesía, la revolución de América Latina quedó trunca. Con ‘la maldición del latifundio privado’ (Foster) fuertes resabios feudales y semifeudales pasaron al período de la independencia. De ello derivó una irremediable deformación del desarrollo social, económico y político de los pueblos latinoamericanos”.
En 1852, en su famosa “Carta a Francisco Bilbao” escrita desde la cárcel, Santiago Arcos señalaba: “Esta aristocracia o más bien estos ricos fueron los que hicieron la primera revolución y los que después, ayudados por San Martín, dieron la independencia a Chile. Instituyeron un gobierno al que afortunadamente se les ocurrió llamar República y son los que, bien o mal, nos han hecho vivir medio siglo independiente, haciendo respetar en cuanto les era posible el nombre chileno en el extranjero”. Y prosigue como si se tratara de un acta de acusación: “De los ricos ha sido desde la independencia el gobierno. Los pobres han sido soldados, milicianos, han votado como su patrón se los ha mandado, han labrado la tierra, han hecho acequias, han laboreado minas, han acarreado, han cultivado el país, han permanecido ganando real y medio, los han azotado, encepado cuando se han desmandado, pero en la República no han contado para nada, han gozado de la gloriosa independencia tanto como los caballos que en Chacabuco y Maipú cargaron contra las tropas del rey”.
La independencia política no fue acompañada por transformaciones sociales concordantes. A mediados del siglo XIX, la estructura de la propiedad agraria era básicamente la misma del siglo anterior, en plena Colonia. El país seguía manejado por las mismas familias, principales dueñas de la riqueza y controladoras del poder.
Sin embargo, se había desarrollado el sentimiento nacional, extendido la educación, la Iglesia había perdido poder y se había consolidado la institucionalidad republicana. Había un apreciable desarrollo de las fuerzas productivas y el país entraba en un período de desarrollo burgués, constreñido por limitaciones feudales y remanentes del modo de producción anterior.
La Independencia de Chile debe verse integrada al gran movimiento emancipador que se produjo en América Latina entre 1809 y 1824 y que significó su incorporación a los circuitos económicos y políticos controlados por los países capitalistas de Europa, especialmente Inglaterra y el ascendente Estados Unidos. La liberación del dominio español significó dejar atrás la dependencia de una metrópoli en decadencia, cuyo poder disminuía aceleradamente como lo demostró, en 1898, su derrota bélica ante Estados Unidos, que le significó la pérdida de lo que conservaba como imperio.
Manfred Kossok, importante latinoamericanista de orientación marxista, escribió: “La rebelión de los pueblos de América Latina de 1810 a 1824-26, fue un movimiento de emancipación nacional y anticolonial; ocupa un lugar destacado en la sucesión de revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX. Allanó el camino hacia la independencia política y la definitiva formación de las nacionalidades latinoamericanas. Sin embargo, debido a la debilidad de la burguesía, la revolución de América Latina quedó trunca. Con ‘la maldición del latifundio privado’ (Foster) fuertes resabios feudales y semifeudales pasaron al período de la independencia. De ello derivó una irremediable deformación del desarrollo social, económico y político de los pueblos latinoamericanos”.
En 1852, en su famosa “Carta a Francisco Bilbao” escrita desde la cárcel, Santiago Arcos señalaba: “Esta aristocracia o más bien estos ricos fueron los que hicieron la primera revolución y los que después, ayudados por San Martín, dieron la independencia a Chile. Instituyeron un gobierno al que afortunadamente se les ocurrió llamar República y son los que, bien o mal, nos han hecho vivir medio siglo independiente, haciendo respetar en cuanto les era posible el nombre chileno en el extranjero”. Y prosigue como si se tratara de un acta de acusación: “De los ricos ha sido desde la independencia el gobierno. Los pobres han sido soldados, milicianos, han votado como su patrón se los ha mandado, han labrado la tierra, han hecho acequias, han laboreado minas, han acarreado, han cultivado el país, han permanecido ganando real y medio, los han azotado, encepado cuando se han desmandado, pero en la República no han contado para nada, han gozado de la gloriosa independencia tanto como los caballos que en Chacabuco y Maipú cargaron contra las tropas del rey”.
El peso del pasado
El pasado inmóvil estaba allí. Pero el capitalismo imponía avances. Llegaron inversiones inglesas -especialmente a la minería- y las fronteras se abrieron a las importaciones de manufacturas. La agricultura se recuperó pronto de los estragos de la guerra de independencia y los latifundistas consolidaron su hegemonía. Los mismos apellidos, las mismas fortunas aparecen en los sucesivos gobiernos y en los negocios, en los tribunales, en la Iglesia y en el Congreso.
José Victorino Lastarria, definidamente liberal, reconocía en 1841 que el proceso independentista había sido lento y parcial, obra de “unos pocos varones ilustres, y no nacional”. Advierte, sin embargo, que si se hubiera querido “romper bruscamente con el pasado” habría chocado con “mil resistencias poderosas” y “no habría alcanzado su triunfo sino con un completo exterminio y derramando proporcionalmente más sangre que la que costó la revolución a Francia”.
José Victorino Lastarria, definidamente liberal, reconocía en 1841 que el proceso independentista había sido lento y parcial, obra de “unos pocos varones ilustres, y no nacional”. Advierte, sin embargo, que si se hubiera querido “romper bruscamente con el pasado” habría chocado con “mil resistencias poderosas” y “no habría alcanzado su triunfo sino con un completo exterminio y derramando proporcionalmente más sangre que la que costó la revolución a Francia”.
Pugna de potencias
La lucha independentista en América Latina desembocará, al poco tiempo de iniciada, en enfrentamientos armados y en cada vez mayores operaciones militares. Es una especie de gigantesca guerra civil entre los partidarios de la Independencia y los conservadores leales a la Corona, que no se define exclusivamente en función de la nacionalidad de los contendientes. No pocos españoles lucharon en las filas patriotas y muchos criollos o “españoles americanos” se alistaron bajo el estandarte real. El pueblo común o se mantuvo indiferente o se abanderizó con unos u otros (y también cambió muchas veces de bando), hasta que el desarrollo mismo del conflicto empujó a la mayoría hacia la causa emancipadora tras el ejemplo de los grandes héroes, como Bolívar.
La participación de tropas peninsulares en el conflicto fue escasa antes de 1815. Estaban ocupadas en la guerra contra los franceses. Sólo una vez derrotado Napoleón pudo pensarse en despacharlas hacia América, sin olvidar, además, que en España la pugna entre liberales y absolutistas también se daba al interior de los cuarteles.
Aumentaba la expectativa. Ante el derrumbe del imperio español, quedaría un vacío de poder que podía ser ocupado por otras potencias, distintas de Inglaterra que hacía mucho tiempo que acechaba. Hubo dos intentos de invasión inglesa contra Buenos Aires, en 1806-1808, que fueron repelidos por los criollos. También Estados Unidos era amenaza, aunque al principio se movía con cautela para no enemistarse con España, ya que ambicionaba la Florida para incrementar su territorio. Una vez adquirida, Estados Unidos proclamó la Doctrina Monroe, ante la posibilidad de que fuerzas españolas o de otros integrantes de la Santa Alianza enviaran a tierras americanas fuerzas para reconquistar las posesiones perdidas.
Objetivos diferentes movían a las principales potencias. Mientras para Inglaterra lo fundamental era la dominación económica y el control de los mercados latinoamericanos, para Estados Unidos eran las conquistas territoriales, como quedó en evidencia en sus guerras contra México y en sus proyectos de control sobre Cuba y el Caribe y algunos países centroamericanos.
La revolución latinoamericana provocaba desequilibrios a escala mundial. Para la Santa Alianza, conformada básicamente por España, Rusia, Francia, Austria y Prusia, América Latina era un ejemplo de liberalismo e impiedad -pues cuestionaba el origen divino de la autoridad real- que podía atravesar los mares. En definitiva, no hubo una acción de la Santa Alianza, pero no desaparecieron las aspiraciones intervencionistas europeas, como se vio décadas más tarde en la invasión a México para entronizar como emperador a Maximiliano de Austria y en la absurda guerra naval provocada por España contra Perú y Chile, que culminó con el bombardeo a Valparaíso en 1866.
HERNAN SOTOLa participación de tropas peninsulares en el conflicto fue escasa antes de 1815. Estaban ocupadas en la guerra contra los franceses. Sólo una vez derrotado Napoleón pudo pensarse en despacharlas hacia América, sin olvidar, además, que en España la pugna entre liberales y absolutistas también se daba al interior de los cuarteles.
Aumentaba la expectativa. Ante el derrumbe del imperio español, quedaría un vacío de poder que podía ser ocupado por otras potencias, distintas de Inglaterra que hacía mucho tiempo que acechaba. Hubo dos intentos de invasión inglesa contra Buenos Aires, en 1806-1808, que fueron repelidos por los criollos. También Estados Unidos era amenaza, aunque al principio se movía con cautela para no enemistarse con España, ya que ambicionaba la Florida para incrementar su territorio. Una vez adquirida, Estados Unidos proclamó la Doctrina Monroe, ante la posibilidad de que fuerzas españolas o de otros integrantes de la Santa Alianza enviaran a tierras americanas fuerzas para reconquistar las posesiones perdidas.
Objetivos diferentes movían a las principales potencias. Mientras para Inglaterra lo fundamental era la dominación económica y el control de los mercados latinoamericanos, para Estados Unidos eran las conquistas territoriales, como quedó en evidencia en sus guerras contra México y en sus proyectos de control sobre Cuba y el Caribe y algunos países centroamericanos.
La revolución latinoamericana provocaba desequilibrios a escala mundial. Para la Santa Alianza, conformada básicamente por España, Rusia, Francia, Austria y Prusia, América Latina era un ejemplo de liberalismo e impiedad -pues cuestionaba el origen divino de la autoridad real- que podía atravesar los mares. En definitiva, no hubo una acción de la Santa Alianza, pero no desaparecieron las aspiraciones intervencionistas europeas, como se vio décadas más tarde en la invasión a México para entronizar como emperador a Maximiliano de Austria y en la absurda guerra naval provocada por España contra Perú y Chile, que culminó con el bombardeo a Valparaíso en 1866.
(Publicado en PF Nº 694, del 17 de septiembre al 1º de octubre de 2009. Suscríbase a PF.
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