jueves, 26 de diciembre de 2013
El Caso Milani y lo que está en juego
A diferencia de Alejandro Horowicz, respaldo explícitamente a Cristina y
su potestad de nombrar a Milani al frente del Ejército. Pero como él, creo que
Milani se metió en una trampa al responder al cuestionario del CELS. Porque no
tenía más remedio que contestarlo como si estuviera imputado y ante un juez.
Porque en la Argentina, la franqueza no paga, y ahí tenemos a periodistas que en
los años '70 fueron militantes y ahora se conservan como si fueran graduados de
Harvard o Yale y trabajaran en el NYT. Al responder el cuestionario del CELS
Milani cayó en una trampa porque decir la verdad lo hubiera puesto fuera de
carrera: en los '70 todos sabíamos en términos generales que se estaba
procediendo a un exterminio, a nuestro exterminio. Todos, Milani y todos los
jefes militares que lo precedieron. Todos, Verbitsky, Anguita, Horowicz, yo y
todos los que tuvimos militancia política en los '70. Todos. Los que no sabían
es porque vivían dentro de una caja de fósforos Ranchera o no querían saber.
Todos sabiamos y no hubo un solo militar, que yo sepa, que se exiliara y lo
denunciara a los organismos humanitarios internacionales (quedarse en el país en
esas circunstancias era imposible). Horowicz señala con precisión que es lo que
está en juego.
¿Cómo entender el ascenso del general César Milani? ¿Cómo una necesidad funcional del gobierno? ¿Cómo un error político? ¿Cómo una abdicación de la política de Derechos Humanos del gobierno nacional? ¿Una evaluación contradice la otra?
Para pensar el escenario de un ascenso
El problema es la crisis de las
Fuerzas Armadas y las consecuencias políticas de un proceso que no figura en la
agenda pública.
¿Cómo entender el ascenso del general César Milani? ¿Cómo una necesidad funcional del gobierno? ¿Cómo un error político? ¿Cómo una abdicación de la política de Derechos Humanos del gobierno nacional? ¿Una evaluación contradice la otra?
Milani ascendió, el Congreso aprobó su pliego; el oficialismo y sus aliados
defendieron al general con su voto, las distintas corrientes opositoras votaron
contra su ascenso. Las formas han sido respetadas, la institucionalidad
republicana, tan cara al conservatismo liberal, se han seguido escrupulosamente;
ambas partes argumentaron en el recinto y a mi ver ambas eludieron el problema
de fondo: la crisis de las Fuerzas Armadas, las consecuencias políticas de un
proceso de descomposición que no figura en la agenda pública. Un escándalo que
no escandaliza.
Milani sintetiza en su figura una ausencia muy grave: una política militar
que se proponga algo más que impedir la autonomía de las instituciones armadas.
El precio de quebrar el funcionamiento del partido militar sólo es un modo de
contarlo sucintamente, no puede ser, no debería ser, la ausencia de un programa
de reconstrucción democrática de las Fuerzas Armadas. No nos equivoquemos tan
burdamente, creer que los pergaminos democráticos de un oficial superior y el
carácter democrático de la fuerza son una misma cosa. El verdadero escándalo:
reducir la institución armada, su naturaleza, a un nombre propio. Con una
aclaración inmediata: esto no supone de ningún modo convalidar el nombramiento
de César Milani.
Volvamos a empezar. Desde el momento en que las Fuerzas Armadas reprimen a
la guerrilla revolucionaria de los '70 mediante la conformación de Grupos de
Tareas (GT), la cadena de mandos queda suspendida. O en todo caso, subordinada
en última instancia a los jefes operativos. Vale decir, el orden piramidal donde
una jineta más hace la diferencia entre ordenar y obedecer, pierde paulatina
vigencia. Precisemos, una orden jerárquica instituye los GT, y al hacerlo
autoriza a ignorar la cadena de mandos, porque la somete a la lógica operativa
de los GT. Si un GT choca con la cadena, prevalece el GT. Esto no lo ignoraba
nadie, ni dentro ni fuera de las Fuerzas Armadas, por tanto operaba como una
verdadera reeducación política. Por eso oficialitos secundarios, como Astiz, se
emergieron bajo la luz alfonsinista como si fueran protagonistas
políticos.
Al tiempo que la delimitación interna entre fuerzas, las complejas
relaciones del Ejército con la policía, entre la Marina con la Prefectura,
terminaron existiendo tan sólo en el organigrama administrativo. Esa era la
estrategia represiva adoptada y ejecutada desde el Operativo Independencia, en
febrero de 1975, por la entonces presidenta constitucional María Estela Martínez
de Perón. Y esa estrategia continuó durante la cacería iniciada el 24 de marzo
del 76.
Al interior del GT la diferencia de rangos se volvía difusa. No sólo porque
el comando operativo quebraba la lógica de "los mandos naturales", sino que en
nombre de la eficacia represiva –aumentar el número de capturas mediante el uso
de una política de terror sistemático– organizaba una institución dentro de la
otra. Una parte de la fuerza "combatía" a través de los GT, la otra observaba en
silencio el desarrollo de los acontecimientos. Los "oficiales de escritorio"
integraban el orden diurno, donde los aullidos de la represión llegaban
atemperados, y los "oficiales combatientes" picana en mano, aseguraban la
victoria del orden occidental y cristiano.
Es cierto que la mayor parte de esos oficiales pasaron a retiro, y por
tanto el problema biográfico tiende a desaparecer; ahora bien, los patrones de
selección de personal (escuelas militares) no abandonó la lógica del gueto
endogámico, los encargados de la formación, los programas y los encargados de
llevarlos a cabo, siguen básicamente inalterados; basta recordar la incidencia
directa de la Iglesia Católica y los capellanes militares y, sobre todo, señalar
que la sociedad no se puso a pensar cómo organizar una estructura militar de
ciudadanos armados. Más bien avanzó en la dirección opuesta, con la
"profesionalización" de toda la fuerza.
EL AFFAIRE MILANI. El CELS –a pedido del propio general–
envió un cuestionario que permite y no permite evaluar su comportamiento pasado.
Escribe Horacio Verbitsky en su columna dominical de ayer. Milani reconoce que
"sólo trasladó detenidos de la cárcel legal al juzgado legal". Recuerda el
periodista que en esa cárcel funcionaba un centro clandestino, que la justicia
probó que allí se torturaba, y que el juzgado entonces interviniente no
garantizaba precisamente la seguridad de nadie, ya que cumplía una función
autoasignada en el circuito represivo, motivo "por lo cual hoy está detenido el
entonces juez Roberto Catalán".
Verbitsky añade que Milani sostiene que no conocía a "quienes trasladaba ni
qué se les reprochaba, ya que todo el trámite estaba a cargo de la policía. Esta
afirmación contradice la normativa vigente entonces, por la cual el Batallón 141
era el asiento del Área de Seguridad 314, que encabezaba la represión en La
Rioja y que conducía operacionalmente a las demás fuerzas, provinciales y
nacionales, como la Fuerza Aérea y las policías".
Este ejemplo, hay muchos más, permite entender. La pregunta cae de maduro:
¿podía Milani ignorarlo todo? Obvio que no. Ahora bien, ¿puede hoy Milani
admitir que lo sabía sin ser penalmente imputado por su "conocimiento" de
entonces? Milani responde el cuestionario como lo haría ante un juez, evita
cuidadosamente cualquier rango de responsabilidad personal, y para lograrlo casi
sin proponérselo termina deslizándose hacia la responsabilidad política.
Desde el momento en que debe transformarse en un oficial ciego, sordo y
mudo, desde el momento en que nada de lo que allí sucedía puede ser admitido, se
trasviste en reproductor "moderado" del discurso procesista. Para un procesista
clásico, la imputación de los organismos de Derechos Humanos era una infamia. Un
ataque encubierto contra las Fuerzas Armadas. Ese era el discurso "oficial"
anterior a los levantamientos carapintada.
El Juicio a las Juntas del '85 volvió imposible sostenerlo, las pruebas
eran abrumadoras, y aun así el autismo militar prosiguió su marcha. Adolfo
Scilingo escoró definitivamente en los noventa esa posibilidad, cuando reconoce
lo que todos sabían. Y Jorge Rafael Videla, puesto entre la espada y la pared,
admitió al final de su vida el asesinato aleve de miles de prisioneros
políticos. Sólo se atrevía a discutir el número de víctimas.
Milani no es responsable de las órdenes impartidas, pero pretende no ser
responsable de nada. Es precisamente esa imposibilidad, no el caso del soldado
Alberto Agapito Ledo, la que lo vuelve políticamente responsable de todo ese
pasado en este presente. Y el "error político" del gobierno alcanza en ese punto
máxima relevancia: lastima su legitimidad política, cuando esta legitimidad está
siendo erosionada por la crisis política nacional. Dicho de un tirón, disminuye
su capacidad de maniobra frente a la crisis. Esto es así, aunque Hebe de
Bonafini se inmole a la lógica de las circunstancias, y sonría junto al oficial
que no torturó a nadie.
Si fuera preciso diferenciar el impacto de la crisis política nacional en
los dos partidos mayores, diríamos: el PJ la soportó mejor que la UCR. ¿El
motivo? Tanto Raúl Alfonsín como Fernando de la Rúa no pudieron completar sus
mandatos. En cambio Carlos Saúl Menem controló el desbocado potro de la política
hasta el final. El gobierno K "hereda" el signo de la gobernabilidad sistémica,
y en medio de una colosal debacle logra sostenerlo.
Si Cristina Fernández tuviera que abandonar la
Casa Rosada antes de que se venza su mandato constitucional, si las distintas
crisis convergentes –dólar, precios y salarios, policía– facilitaran el
incendio, los poderes fácticos, los que no dependen del resultado de ninguna
elección, restablecerían sus propios términos políticos. Es decir, la situación
anterior a 2001. Y esa es la batalla que ruge en la trastienda y se hace sentir
ante una sociedad alucinada.
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