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domingo, 8 de febrero de 2015
Alejandro Nadal, La Jornada
En su intento por mitigar los efectos de la crisis financiera mundial, la Reserva Federal adoptó una postura de flexibilización monetaria desde 2008. Mantuvo tasas de interés cercanas a cero y abrió un programa de compras de títulos del Tesoro estadunidense para inyectar liquidez al sistema bancario y permitir el flujo de crédito a la economía. La realidad es que la inyección de liquidez mantuvo vivo el sistema de pagos interbancario, pero esos recursos nunca encontraron el camino del crédito a los consumidores y empresas. En cambio sí sirvieron para apuntalar una mayor actividad especulativa de los bancos y otros agentes financieros.
Al mantener una política de tasas de interés cercanas a cero, el banco central buscó orientar a los inversionistas hacia espacios más rentables, en especial hacia los títulos financieros que se cotizan en la bolsa de valores.
Ese movimiento provocaría un aumento en los precios de esos activos financieros y acciones. A su vez, ese incremento de precios generaría un efecto riqueza (o por lo menos la impresión de un efecto riqueza) en los participantes del mercado de valores.
El aumento en los precios de acciones y otros títulos daría mayor confianza a los empresarios y la inversión aumentaría.
Además, ese efecto riqueza induciría un incremento en el gasto de los consumidores porque aún los que no poseen títulos financieros percibirían a los aumentos del índice de cotizaciones en bolsa como señal de que los buenos tiempos están regresando. La demanda agregada se vería estimulada, la inversión le seguiría y la recesión quedaría atrás.
Pero la postura de la Reserva Federal tiene un gran problema: consiste en fomentar la especulación y no la inversión en la economía real. Para comprobar lo anterior hay muchos ejemplos, Uno de los más interesantes es el de las transacciones de alta velocidad. Esta modalidad del mercado financiero se lleva a cabo de manera automática por computadoras que compran y venden títulos o divisas, cobrando una muy pequeña comisión en cada transacción.
Como el volumen de operaciones es gigantesco, las ganancias son enormes.
En el mercado financiero mundial, pero en especial entre Nueva York y Londres, una buena computadora y un programa adecuado pueden darle a un especulador una milésima de segundo de delantera frente al resto de la manada.
Esa ventaja puede ser suficiente para generar un margen de unos cuantos centavos, pero si la operación se realiza millones de veces al día, las ganancias alcanzarán las decenas de millones.
Por eso no sorprende que del total de transacciones en Wall Street hoy en día, alrededor del 60 por ciento constituyen operaciones de alta frecuencia o alta velocidad. Hasta cierto punto todo esto es normal, pues la especulación es la actividad principal en un casino, y en eso se ha convertido desde hace mucho el sistema financiero mundial.
El problema adicional es que las transacciones de alta frecuencia son un poderoso elemento desestabilizador.
Cuando unos milisegundos de ventaja representan cientos de millones de dólares de ganancias, la carrera se gana con sistemas automáticos de gran velocidad.
Por ello hoy las empresas más llamativas en Wall Street producen algoritmos que permiten identificar oportunidades especulativas a mayor velocidad.
Pero esos algoritmos también son capaces de conducir un mercado financiero en un vuelo en picada cuando la especulación ordena vender activos en una estampida.
Las computadoras y sus programadores son tan racionales como cualquier especulador de carne y hueso: cuando hay fuego, la carrera hacia la puerta de salida es lo más racional. Pero también es lo más catastrófico.
En 2010 se realizaron cuantiosas inversiones en infraestructura para transacciones financieras: se trata de poderosos servidores que procesan dichas operaciones y los cables de fibra óptica que constituyen la red mundial del sistema financiero.
Estamos hablando de dos mil millones de dólares, sin contar el nuevo cable transatlántico que conecta Nueva York y Londres y que ha reducido en unas cuantas centésimas de segundo el lapso entre la recepción o envío de una orden de compraventa.
Pero los tiburones han demostrado tener cierto gusto por morder los cables de fibra óptica.
Estos depredadores han llegado a arrancar pedazos de cable, provocando daños cuya reparación es muy costosa.
Por supuesto, a los operadores en Wall Street lo que más preocupa es el freno que esto impone en las operaciones cotidianas de alta velocidad.
Dicen algunos biólogos marinos que quizás los tiburones son sensibles a las vibraciones en estos cables porque se parecen a las de una presa en dificultades.
Si esa teoría es correcta, los tiburones sí que saben reconocer a sus pares en Wall Street.
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