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miércoles, 5 de septiembre de 2012

"LA HAZAÑA DE UN PELOTUDO" - o la pelotudez de los chorros - imperdible nota de Diario Registrado sobre un "asalto a mano armada" en una confitería de Callao y Corrientes , a las 10 de la mañana cuando no había casi recaudación por la hora temprana , junto a la "reacción" del cajero.


enlace a "http://www.diarioregistrado.com/" que publicó esta nota , ver mas allí



SOCIEDAD // OPINIÓN

LA HAZAÑA DE UN PELOTUDO

Teodoro Boot // Miércoles 05 de septiembre de 2012 | 07:47

   (1) Comentario.            
Cuando tres hombres armados ingresaron al restaurante, confitería o “restobar” del complejo La Pasiva, el cajero del establecimiento, Francisco Sepúlveda, saltó imprevistamente por encima de la barra y la emprendió a golpes de puño contra los intrusos, frustrando el asalto.

Hasta acá, la noticia. Ahora, las extravagancias.

Lo primero que llama la atención es la hora. A las 10 de la mañana la recaudación del boliche no debía llegar ni a los cien pesos, pero ya se sabe, de los delincuentes se puede esperar cualquier cosa.

Una vez superado este primer momento de estupor, cualquiera que observe las imágenes del incidente tomadas por la cámara de seguridad del local puede advertir, antes que nada, que el cerebro de Sepúlveda no funciona con normalidad ya que, careciendo de mirada de rayos equis en ningún momento pudo saber si las armas de los desconcertados asaltantes estaban cargadas o descargadas. El desequilibrio emocional de Sepúlveda se hace más evidente en el momento en que procede a intercambiar golpes con un asaltante que le lleva más de una cabeza de altura y por lo menos veinte kilos de peso.

Lo tercero que el observador imparcial advertirá es que, mientras se trompea con Sepúlveda, el asaltante mira en varias oportunidades hacia su mano derecha, en la que sostiene el arma. De la expresión de su rostro, puede presumirse que se hace una muda pregunta, aunque, siendo muda, no es factible saber cuál.

Caben dos posibilidades:

A. “¿Qué hago con este pelotudo? ¿Lo mato?”

B. “Justo hoy se me ocurre venir con el revolver descargado”.

La escena se completa con un segundo empleado del restaurante que tanto puede estar intentando detener a Sepúlveda como animándolo a que vaya y pelee, tal vez esperanzado en que lo maten de una buena vez y pueda finalmente ocupar su lugar como cajero.

Un segundo asaltante, por su parte, se dirige hacia la puerta del local, a oficiar de campana o a esperar a la ambulancia del Borda, mientras un tercero se arrima a la barra con misteriosas intenciones, ya que no hay nadie ahí: quien podría servirle un trago, se encuentra del otro lado de la barra, animando o tratando de detener a Sepúlveda, y quien podría darle la magra recaudación de la mañana, ha saltado la barra y se trompea con su cómplice. Es así como luego de acodarse al mostrador y tras unos segundos de inútil espera consigue descubrir que no hay nadie del otro lado, se vuelve hacia el sitio en que su cómplice y Sepúlveda intercambian golpes de puño, pero no atina a hacer absolutamente nada, más que pasar junto a ellos rumbo a la calle. O bien él también esperaba la llegada de la ambulancia del Borda o al pasar le dijo a su cómplice que dejara de trompearse con ese pelotudo, que no valía la pena ni pegarle un tiro porque no había nadie ahí ni siquiera para servirle un fernando.

Los asaltantes finalmente se repliegan, en orden, cabe aclarar, pero siempre increpados por Sépulveda, quien es seguido de cerca por el compañero que lo animaba o quería detenerlo. La cosa es que consiguen escapar antes de la llegada de la policía. Y de la ambulancia.

Hasta aquí estamos ante una seguidilla de conductas anormales que por esas cosas de Dios no ha tenido consecuencias graves para nadie, excepto para Sepúlveda, convertido mediante un pase de magia periodístico en el héroe civil de la semana. Sin embargo, ya en el primer minuto de su efímero momento de fama, Sepúlveda desvarió:  “Hice lo que debía”, dijo, y a continuación, como para demostrar que la invención de la pólvora no había acabado con los guapos, recordó que alguna vez había sido campeón juvenil de lucha y ya en un clímax de exaltación delirante aseguró que “cuando uno obra correcto debe salir bien".

Nadie sabe por qué debe salir bien, ya que no hay ninguna ley, divina, humana o científica, que abone la disparatada teoría de Sepúlveda, pero, héroe de la semana, su exaltación delirante será tenida por sabiduría y su conducta como un ejemplo a seguir. Y esto sí es muy peligroso, ya que, en efecto, podría ser imitado.

Existen muchas más posibilidades de que un eventual imitador de Sepúlveda acabe con cuatro tiros en la cabeza que “cuando uno obra correcto debe salir bien".

Se ignoran los nombres de los frustrados asaltantes, aunque gracias al video de seguridad el que se trompeó con Sepúlveda no demorará en ser identificado. De momento conformémonos con llamarlo Equis.

Cabe presumir que el cerebro de Equis funcione en forma tan deficiente como el de Sepúlveda ya que ¿a quién puede ocurrírsele asaltar una confitería‑restaurante de Corrientes y Callao a las 10 de la mañana?  ¿Qué fortuna espera encontrar en la caja a esa hora?  Vale decir, no podemos asegurar que el de Equis sea un cerebro que funcione adecuadamente, de manera que tal vez, así como tuvo la ocurrencia de asaltar un bar que no debía llevar más de dos horas abierto, bien pudo ocurrir que olvidara ponerle balas a su revolver. Es posible, pero no muy probable: por más deficientemente que funcionen sus neuronas, por lo general los delincuentes saben que sin balas sus revólveres son apenas incómodas cachiporras.

Si, tal como la lógica lo sugiere, el arma de Equis estaba cargada, la pregunta que mentalmente se formulaba cada vez que dirigía su mirada a su mano derecha al tiempo que con la izquierda mantenía a Sepúlveda a distancia, era la A: “¿Qué hago con este pelotudo? ¿Lo mato?”.

De ser así, en ese vendaval de conductas desquiciadas que tuvo lugar en el bar del complejo La Pasiva, a las 10 horas del día 3 de setiembre del año 2012, y a continuación en las pantallas televisivas, las radios y las agencias noticiosas, tan sólo Equis alcanzó a tener una reacción normal y, después de pensarlo, finalmente no mató a ese pelotudo.

Seguramente Equis llegó a la conclusión de que no valía la pena desgraciarse por unos pesos o que la recaudación del bar no justificaba una muerte. Lo mismo da: para Equis, la vida –la suya y la del asaltado– fue más importante que el dinero.

Tarde o temprano Equis será identificado. Entonces podremos rendir el merecido homenaje a la única persona normal de toda esta historia.

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