Publicado el Lun, 21/11/2011 - 3:34pm | Télam
Ricardo Ferraro: “la tecnología nunca ha estado en la agenda de las élites argentinas”
Ferraro es ingeniero vial y uno de los pioneros de las aplicaciones informáticas en el país sudamericano. Su dilatada trayectoria y sus trabajos sobre ciencia y tecnología lo han convertido en uno de los referentes más reconocidos en el área.
La frase “la tecnología nunca ha estado en la agenda de las élites argentinas” es de Hugo Nochteff, pero Ricardo Ferraro, un destacado ingeniero y experto en tecnología del país sudamericano, la reivindica en esta entrevista con Télam, donde también habla de los inicios de esta rama en la región y de cómo aún cuesta entenderla.
— ¿Cuándo entró a Ingeniería?
— Cuando entré a Ingeniería de la Universida de Buenos Aires (UBA) tenía 16 años. Fue un enorme shock, porque me encontré con un mundo muy distinto: yo venía de un hogar donde mi padre —que era suscriptor de La Nación— creía que todo lo que se decía en ese diario era verdad. Como consecuencia, yo —como él— era antiperonista y me parecían geniales los discursos que se publicaban de Arturo Frondizi o Moisés Lebensohn. Cuando entré a la facultad me di cuenta de que la realidad era mucho más compleja, que lo que decía La Nación no siempre era verdad y que había temas de los que yo jamás había oído.
— ¿Qué especialidad siguió?
— Elegí la especialidad de Vías de Comunicación. Me fue muy bien y gané una beca para ir a Francia por seis meses. En esa época Francia reconstruía la red vial que había sido destruida durante la 2ª Guerra Mundial y encaraba una enorme red de autopistas. Trabajé ahí como ayudante del jefe del proyecto. Allí comprobé la existencia de un clivaje racial durísimo.
Los de abajo de todo, cuya tarea era, por ejemplo, mover piedras con la mano, eran portugueses. Encima venían los marroquíes, que hacían algunos trabajos algo más complejos. Los que llevaban los equipos eran argelinos, mientras que los conductores de los camiones pesados, eran españoles. Sólo de ahí para arriba arrancaban los franceses.
— ¿Y cómo pasó a la informática?
— Durante mis primeros meses de beca asistí a una conferencia del más reconocido diseñador francés de autopistas, quien afirmó que en corto tiempo, todos los diseños de proyectos de autopistas se iban hacer utilizando computadoras. Yo había tenido algunos contactos con la computadora de la empresa que trajo las primeras clasificadoras de tarjetas, tabuladoras e impresoras IBM, a comienzos de los 40. Yo también había hecho un curso de programación de computadoras, que Sadosky había organizado en Ciencias Exactas, junto con IBM. Entonces me dije: “esto es lo mío”. Y tuve la suerte de que, por absoluta casualidad, me encontré con un ingeniero Jefe de la vialidad francesa que buscaba candidatos para encarar diseños con computadoras y que tenía el problema de que los ingenieros viales franceses no querían hacer computación, ¡querían hacer caminos! Así me convertí de ingeniero vial en informático.
— ¿Cuándo volvió a la Argentina?
— Volví a la Argentina seis años después. Mis amigos me miraban como si estuviese loco. Me decían ‘Onganía presidente, el jefe de policía mete presas a las parejitas que se dan un beso en una plaza, ¿para que volvés?’. Volví, en 1968, como representante, por seis meses, de un ‘bolichito’ del Ministerio de Obras Públicas francés —con 700 ingenieros y 300 economistas— que era una consultora que exportaba a todo el mundo lo que desarrollaba el Ministerio. Yo debía tratar de vender ‘nuestros’ programas en Argentina y Uruguay.
— ¿Cuál era la situación de la Ingeniería entonces?
— El ingeniero Constantini, quien fue Decano de Ingeniería y ministro de Obras Públicas me invitó a dar una charla en Centro Arentino de Ingenieros, donde estaban todos estos capos locales. Ahí me di cuenta de que ninguno de ellos había leído una revista internacional en los últimos años, porque lo que yo contaba se hacía desde hacía más de cinco años en toda Europa, mientras que acá, la crema de la ingeniería civil no tenía la mínima idea de que existía. Poco tiempo después me di cuenta de que ni en los ministerios ni en las empresas, nadie estaba interesado en usar conputadoras para hacer más kilómetros de caminos en la Argentina con el mismo dinero. Y me fui.
— Cuénteme la historia de la revista Ciencia Nueva.
— A fines de la década de los ’60 y, a pesar de lo que se vivía en esos años, fuimos varios los que volvimos a la Argentina, desde diferentes lugares. Un día nos llamó Sadosky y nos dijo ‘vino un editor que quiere hacer una revista de divulgación de ciencia y técnica. ¿Quieren sumarse a la idea?’ Nos miramos y le dijimos que sí. Uno de nosotros volvía desde Berkeley, otro, de Italia, otros veníamos de Francia y en todos esos lugares habíamos conocido muy buenas publicaciones de ciencia y tecnología. Así nació Ciencia Nueva, una revista que —con la historia de quienes la hacíamos— contaba con la posibilidad de sumar a lo mejor de esas disciplinas.
— ¿Cómo era la revista?
— Optamos por empezar sólo con divulgación y, más tarde, incluir factores políticos. Y así fue: hicimos 11 números y en ese punto nos definimos políticamente. Empezamos a recibir cartas que decían ‘¡Por fin, muchachos, se avivaron… La verdad es que tuvimos algunos golazos: en el primer número, Jorge Sábato eligió la revista para contar por primera vez el plan nuclear argentino y anunciar la construcción de Atucha. Dos o tres números después Sadosky contó en detalle la aventura de Clementina, la primera computadora instalada en el país. Además, le dábamos espacio técnico, político, o lo que fuera, a todos. Sacamos 29 números y cerca de 15 libros, que todavía siguen siendo interesantes.
— ¿Cuándo terminó?
— Yo cerré la editorial en 1975 diciendo que circulaba demasiada sangre en la Argentina para dedicarle mucho esfuerzo a otros temas.
— Hablemos un poco de ciencia y tecnología.
— Marcelino Cereijido —un biofísico argentino exilado desde hace muchos años en México— dice ‘yo tiemblo cuando un gobierno dice que va ‘a apoyar’ a la ciencia; yo no como pan para apoyar a los panaderos, ni compro tornillos para apoyar a los ferreteros; como pan porque me gusta y compro tornillos porque los necesito: no hay que ‘apoyar a la ciencia’, hay que apoyarse en la ciencia’.
— ¿Qué significa la metáfora?
— Que la situación de la ciencia y tecnología en la Argentina la veo como extremadamente compleja. Hay una frase de Hugo Nochteff (brillante estudioso de estos temas) que me gusta mucho: ‘ni la ciencia ni la tecnología nunca han estado en la agenda de las élites argentinas’. Me parece una definición maravillosa. Para cambiar esa situación, creo que hay que arrancar de algún lado. Yo arranco por la educación. La Argentina alcanzó un sistema educativo muy bueno. Y así como lo logró, lo pierde. ¿Por qué? Porque las élites argentinas se dieron cuenta de que no necesitaban la educación pública, porque ellas van a zafar siempre, capacitando a sus hijos en otros países, EE.UU., Suiza, Francia o donde sea. A los únicos que les importa la educación en la Argentina es a los pobres.
— ¿Cuándo entró a Ingeniería?
— Cuando entré a Ingeniería de la Universida de Buenos Aires (UBA) tenía 16 años. Fue un enorme shock, porque me encontré con un mundo muy distinto: yo venía de un hogar donde mi padre —que era suscriptor de La Nación— creía que todo lo que se decía en ese diario era verdad. Como consecuencia, yo —como él— era antiperonista y me parecían geniales los discursos que se publicaban de Arturo Frondizi o Moisés Lebensohn. Cuando entré a la facultad me di cuenta de que la realidad era mucho más compleja, que lo que decía La Nación no siempre era verdad y que había temas de los que yo jamás había oído.
— ¿Qué especialidad siguió?
— Elegí la especialidad de Vías de Comunicación. Me fue muy bien y gané una beca para ir a Francia por seis meses. En esa época Francia reconstruía la red vial que había sido destruida durante la 2ª Guerra Mundial y encaraba una enorme red de autopistas. Trabajé ahí como ayudante del jefe del proyecto. Allí comprobé la existencia de un clivaje racial durísimo.
Los de abajo de todo, cuya tarea era, por ejemplo, mover piedras con la mano, eran portugueses. Encima venían los marroquíes, que hacían algunos trabajos algo más complejos. Los que llevaban los equipos eran argelinos, mientras que los conductores de los camiones pesados, eran españoles. Sólo de ahí para arriba arrancaban los franceses.
— ¿Y cómo pasó a la informática?
— Durante mis primeros meses de beca asistí a una conferencia del más reconocido diseñador francés de autopistas, quien afirmó que en corto tiempo, todos los diseños de proyectos de autopistas se iban hacer utilizando computadoras. Yo había tenido algunos contactos con la computadora de la empresa que trajo las primeras clasificadoras de tarjetas, tabuladoras e impresoras IBM, a comienzos de los 40. Yo también había hecho un curso de programación de computadoras, que Sadosky había organizado en Ciencias Exactas, junto con IBM. Entonces me dije: “esto es lo mío”. Y tuve la suerte de que, por absoluta casualidad, me encontré con un ingeniero Jefe de la vialidad francesa que buscaba candidatos para encarar diseños con computadoras y que tenía el problema de que los ingenieros viales franceses no querían hacer computación, ¡querían hacer caminos! Así me convertí de ingeniero vial en informático.
— ¿Cuándo volvió a la Argentina?
— Volví a la Argentina seis años después. Mis amigos me miraban como si estuviese loco. Me decían ‘Onganía presidente, el jefe de policía mete presas a las parejitas que se dan un beso en una plaza, ¿para que volvés?’. Volví, en 1968, como representante, por seis meses, de un ‘bolichito’ del Ministerio de Obras Públicas francés —con 700 ingenieros y 300 economistas— que era una consultora que exportaba a todo el mundo lo que desarrollaba el Ministerio. Yo debía tratar de vender ‘nuestros’ programas en Argentina y Uruguay.
— ¿Cuál era la situación de la Ingeniería entonces?
— El ingeniero Constantini, quien fue Decano de Ingeniería y ministro de Obras Públicas me invitó a dar una charla en Centro Arentino de Ingenieros, donde estaban todos estos capos locales. Ahí me di cuenta de que ninguno de ellos había leído una revista internacional en los últimos años, porque lo que yo contaba se hacía desde hacía más de cinco años en toda Europa, mientras que acá, la crema de la ingeniería civil no tenía la mínima idea de que existía. Poco tiempo después me di cuenta de que ni en los ministerios ni en las empresas, nadie estaba interesado en usar conputadoras para hacer más kilómetros de caminos en la Argentina con el mismo dinero. Y me fui.
— Cuénteme la historia de la revista Ciencia Nueva.
— A fines de la década de los ’60 y, a pesar de lo que se vivía en esos años, fuimos varios los que volvimos a la Argentina, desde diferentes lugares. Un día nos llamó Sadosky y nos dijo ‘vino un editor que quiere hacer una revista de divulgación de ciencia y técnica. ¿Quieren sumarse a la idea?’ Nos miramos y le dijimos que sí. Uno de nosotros volvía desde Berkeley, otro, de Italia, otros veníamos de Francia y en todos esos lugares habíamos conocido muy buenas publicaciones de ciencia y tecnología. Así nació Ciencia Nueva, una revista que —con la historia de quienes la hacíamos— contaba con la posibilidad de sumar a lo mejor de esas disciplinas.
— ¿Cómo era la revista?
— Optamos por empezar sólo con divulgación y, más tarde, incluir factores políticos. Y así fue: hicimos 11 números y en ese punto nos definimos políticamente. Empezamos a recibir cartas que decían ‘¡Por fin, muchachos, se avivaron… La verdad es que tuvimos algunos golazos: en el primer número, Jorge Sábato eligió la revista para contar por primera vez el plan nuclear argentino y anunciar la construcción de Atucha. Dos o tres números después Sadosky contó en detalle la aventura de Clementina, la primera computadora instalada en el país. Además, le dábamos espacio técnico, político, o lo que fuera, a todos. Sacamos 29 números y cerca de 15 libros, que todavía siguen siendo interesantes.
— ¿Cuándo terminó?
— Yo cerré la editorial en 1975 diciendo que circulaba demasiada sangre en la Argentina para dedicarle mucho esfuerzo a otros temas.
— Hablemos un poco de ciencia y tecnología.
— Marcelino Cereijido —un biofísico argentino exilado desde hace muchos años en México— dice ‘yo tiemblo cuando un gobierno dice que va ‘a apoyar’ a la ciencia; yo no como pan para apoyar a los panaderos, ni compro tornillos para apoyar a los ferreteros; como pan porque me gusta y compro tornillos porque los necesito: no hay que ‘apoyar a la ciencia’, hay que apoyarse en la ciencia’.
— ¿Qué significa la metáfora?
— Que la situación de la ciencia y tecnología en la Argentina la veo como extremadamente compleja. Hay una frase de Hugo Nochteff (brillante estudioso de estos temas) que me gusta mucho: ‘ni la ciencia ni la tecnología nunca han estado en la agenda de las élites argentinas’. Me parece una definición maravillosa. Para cambiar esa situación, creo que hay que arrancar de algún lado. Yo arranco por la educación. La Argentina alcanzó un sistema educativo muy bueno. Y así como lo logró, lo pierde. ¿Por qué? Porque las élites argentinas se dieron cuenta de que no necesitaban la educación pública, porque ellas van a zafar siempre, capacitando a sus hijos en otros países, EE.UU., Suiza, Francia o donde sea. A los únicos que les importa la educación en la Argentina es a los pobres.
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Télam
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